Mientras el mundo espera el humo blanco desde la Capilla Sixtina, no solo la fe está en juego. La elección de un nuevo Papa es también el epicentro de una de las operaciones de seguridad más complejas del mundo contemporáneo. Un evento en el que convergen espiritualidad, geopolítica, simbolismo y riesgos de alta intensidad.

Los eventos papales son mucho más que ceremonias religiosas. Son encuentros de escala global, con una enorme carga simbólica y bajo un escrutinio constante por parte de fieles, medios y servicios de inteligencia. Desde la gestión de multitudes y los dispositivos anti-dron hasta la cooperación con agencias de inteligencia internacionales, cada detalle está milimétricamente orquestado. La seguridad del Papa —y de millones de personas que lo siguen presencial o virtualmente— se convierte en una prioridad estratégica.
Pero hay un elemento que añade una dimensión menos tangible y, a la vez, más inquietante: las profecías. Desde hace siglos, distintas visiones y textos han intentado predecir el devenir de la Iglesia y el destino de sus líderes. La más conocida es la Profecía de San Malaquías, atribuida a un arzobispo irlandés del siglo XII, que habría dejado una lista de lemas crípticos asociados a cada pontífice desde Celestino II (1143) hasta el último, a quien llama “Pedro el Romano”, bajo cuyo pontificado “la ciudad de las siete colinas será destruida”.
Según muchos intérpretes, el Papa Francisco —Jorge Mario Bergoglio— sería ese último pontífice de la lista. Aunque no se llama Pedro, algunos vinculan su origen italiano (aunque nacido en Argentina) con el apelativo “el Romano”, y su elección posterior a Benedicto XVI como el cumplimiento final de esa secuencia. Esto ha alimentado múltiples especulaciones, interpretaciones apocalípticas y un clima de atención reforzada en cada nuevo cónclave.
Las profecías también marcaron decisiones pasadas. En 1981, el atentado de Mehmet Ali Agca contra Juan Pablo II en plena Plaza de San Pedro conmocionó al mundo. Agca afirmaba ser un “instrumento de la profecía”, vinculado a interpretaciones de Fátima y visiones catastróficas. Aquel episodio transformó para siempre la seguridad del Vaticano: se introdujo el Papamóvil blindado, se incrementó la colaboración con servicios secretos europeos y se reformularon los protocolos en viajes papales. Cuando el mismo pontífice visitó Lyon en 1986, más de 10.000 agentes fueron desplegados en una operación sin precedentes.

Hoy, en pleno siglo XXI, las amenazas se han diversificado: terrorismo internacional, ciberataques, interferencias por parte de actores estatales y no estatales, campañas de desinformación, riesgo de drones y francotiradores. La seguridad del cónclave no es solo física; es simbólica, emocional, narrativa. Está diseñada no solo para proteger personas, sino para salvaguardar la estabilidad institucional de una figura que, para más de mil millones de personas, representa lo sagrado.
En este contexto, las profecías no predicen el futuro, pero sí moldean la percepción del presente. Y esa percepción condiciona la planificación, la comunicación y la toma de decisiones. El riesgo profético es, en sí mismo, un factor operativo.
Las profecías pueden o no predecir el futuro, pero sí moldean la percepción. Y la percepción moldea la seguridad.


Deja un comentario